The Secret SupperLa publicación a finales de 2004 de la novela de Javier Sierra, La cena secreta, ha reabierto en varios países el viejo debate sobre las creencias religiosas de Leonardo da Vinci. ¿Fue un buen cristiano? ¿O acaso, como sospechan algunos historiadores, militó en ciertas herejías de su tiempo? El análisis que Javier Sierra ofrece de la obra magna de Leonardo, La Última Cena, podría ayudar a despejar definitivamente ese enigma.

   Todo ocurrió en un suspiro.
   La madrugada del 13 al 14 de agosto de 1943, una flotilla de cuarenta y siete bombarderos Halifax angloamericanos lanzaron veintidós toneladas de explosivos y sesenta y seis de bombas incendiarias sobre Milán. Los escuadrones 419, 427, 428 y 434 cumplieron su misión con meticulosidad, sembrando de fuego y cadáveres el centro histórico de la capital de la Lombardía.

   Una de aquellas bombas cayó en plena calle Magenta, junto a la fachada enladrillada del convento de Santa Maria delle Grazie. Tras la deflagración, el muro sur de la iglesia se hundió, llevándose por delante las paredes de dos capillas laterales del siglo XV. La nave central se agrietó y una esquirla decapitó la estatua del Sagrado Corazón. Inmediatamente después, otro artefacto incendiario impactó en la sacristía, prendiendo las partes más antiguas del convento, entre ellas las inmediaciones del refectorio y su más preciado tesoro: un mural de 8,80 x 4,60 metros, en el que en 1497 Leonardo da Vinci terminó de pintar su obra de más envergadura, La Última Cena.

   Desde los refugios antiaéreos, los frailes se temieron lo peor. Sin embargo, contra todo pronóstico, el muro de Leonardo aguantó.

   El prior del convento, fray Domenico Acerbi, respiró aliviado cuando el fuego se detuvo. “Por verdadera inspiración divina”, escribió más tarde, él y sus monjes habían abandonado el convento horas antes, y ninguno resultó herido. Además, la pared de sacos terreros dispuesta contra La Última Cena, había resistido bien el embate de las llamas y la obra logró salir indemne del lance.

   Pero los Halifax regresarían pronto.

   La medianoche siguiente, fiesta de la Asunción, los aliados repitieron su ofensiva aérea sobre Milán. En media hora dejaron caer más de mil toneladas de explosivos. Como si la desgracia quisiera cebarse con el convento de Le Grazie, otra bomba de dos mil kilos horadó el llamado Claustro de los Muertos, arrasándolo todo a su alrededor. Frescos de Montorfano, Giovanni da Schio, Gaudenzio Ferrari y otros artistas de los siglos XV y XVI saltaron por los aires. El refectorio donde se cobijaba La Última Cena se hundió, quedando en pie sólo dos de sus cuatro sólidos muros... El que albergaba la sagrada escena pintada por Da Vinci volvió a salir ileso. Por segunda vez consecutiva.  En esta ocasión, nadie creyó que fuera sólo suerte.

    Una obra con suerte

   “Fue un auténtico milagro.” Venturino Alce, el actual bibliotecario de Santa Maria delle Grazie, susurró un par de veces más aquella frase al desplegar ante mí las fotos del desastre. “¿Se lo imagina usted?”, añadió. “En menos de veinticuatro horas casi no quedó un muro en pie de este convento, pero la pared del Cenacolo, la de La Última Cena, resistió.

    Conversé con el padre Alce en abril de 2003, meses antes de que Dan Brown pusiera de moda aquel olvidado convento milanés gracias a su novela El Código da Vinci. Sin saberlo, yo ya estaba al corriente de las teorías que Brown esgrimiría en su novela gracias al ensayo de Lynn Picknett y Clive Prince, La revelación de los templarios. En él, estos dos autores británicos subrayaban algunas anomalías en los detalles de La Última Cena, que exigían una minuciosa investigación de campo. Afirmaban, por ejemplo, que era muy extraño que en una representación de la cena pascual de Cristo no figurara por ninguna parte el Santo Grial. “Pero no hay vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa”. Y concluyen, con acierto, que “pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona”.

    En su libro señalaban otras anomalías igualmente notables. Leonardo, por ejemplo, había optado por pintar al apóstol Juan no apoyado en su pecho como dicen los Evangelios, sino apartándose de él y mostrándolo imberbe, con la cabeza inclinada en señal de sumisión y las manos cruzadas. Exactamente igual a como Leonardo acostumbraba a pintar a las mujeres en sus retratos. Dan Brown aprovechó bien ese dato, levantando un escándalo mundial al preguntarse qué hacía una mujer entre los apóstoles de La Última Cena.

    Los hallazgos de Picknett y Prince guiaron a Brown para escribir su best-seller. Según aquéllos, esa mujer no podía ser otra que María Magdalena. Esa impresión se reforzaba gracias a pequeños detalles del lienzo: por ejemplo, el color azul del hábito de San Juan era también común en las Madonnas pintadas en los siglos XV y XVI. Además, el extraño espacio vacío que Leonardo había dejado entre Juan y Jesús presentaba forma de “V”, como el pubis femenino. ¿No eran esas pistas que apuntaban claramente a la presencia de una fémina en la mesa pascual de Jesús?

    ¿Y qué pensar de esa mano que sostiene un cuchillo, que no parece pertenecer a ningún apóstol, que nace a la espalda de Judas y que algunos han pretendido vincular a Pedro? ¿De quién es realmente? ¿Y qué quiere decirnos? “Estos detalles –afirman los autores de La revelación de los templarios- desaparecen por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado extraordinarios y chocantes.”

    -¿Y me pregunta usted qué pienso yo de esas rarezas?

    El padre Venturino Alce me escrutó con severidad. Por un momento creí que me iba a expulsar de los archivos del convento sin dejarme consultar nada más. Sin embargo, sostuve su mirada y asentí con la cabeza.

    -No soy un experto en Leonardo –dijo-, pero puedo asegurarle que lo que hoy conocemos como La Última Cena ha sufrido tantas agresiones y modificaciones en estos últimos cinco siglos, que puede que muchas de esas anomalías que tanto le preocupan sean el fruto de malas restauraciones. Investigue usted. ¿No es eso a lo que se dedica?

 

   Anomalías o errores

   El padre Alce tenía razón. Sólo tres años después de que Leonardo terminara de pintar el Cenacolo, unas inundaciones alcanzaron el muro septentrional del refectorio, hiriendo de muerte la escena. El 1652, pese a la fama de “imagen milagrosa” que ya tenía La Última Cena, se clavaron estandartes imperiales sobre ella. Y en 1796 las tropas napoleónicas utilizaron el refectorio como establo y almacén, deteriorando aún más si cabe el mural. En cuanto a las restauraciones, éstas también comenzaron al poco de terminarse la obra. La extraña técnica empleada por Leonardo –que pintaba a secco, en vez de al fresco, empleando materiales muy perecederos-, hizo que La Última Cena requiriera de auxilio muy pronto. A finales del siglo XVI, los comentarios de quienes admiraron la obra leonardiana hablaban de su estado ruinoso. Es más, casi desde su “estreno”, la obra fue rápidamente copiada por otros artistas tanto como admiración al esfuerzo del genio toscano, como por la preocupación de que se perdiera para siempre. En el siglo XVIII se repintó dos veces. Y entre 1612 y 1977, no han faltado los intentos por devolver La Última Cena a su “antiguo esplendor” (sic), añadiéndole, borrándole o sustituyéndole algunos elementos por el camino.

   -De todas las restauraciones –me advirtió el padre Alce-, fíese usted sólo de la última, que es la que ha aplicado criterios más científicos y ha recuperado trazos perdidos.

 

   Los nuevos enigmas del Cenacolo

   Cuando en 1977 se acometió la postrera restauración de La Última Cena, los expertos se encontraron las heridas de los bombardeos de la II Guerra Mundial sobre el muro. En el verano de 1943 una bomba de dos mil kilos dejó por primera y única vez en quinientos años la pintura a la intemperie, y eso se cobró un alto precio en su conservación. Los trabajos para curar esos daños se prolongaron durante dos décadas, dando tiempo a la doctora Pinin Brambilla Barcilon a obtener un resultado excepcional: no sólo limpió el muro del Cenacolo, sino que rescató elementos oscurecidos por los siglos.

   De repente, en 1997, se presentó una Última Cena “nueva”, con particularidades que habían pasado desapercibidas tanto a Picknett y Prince –que publicaron su ensayo ese mismo año–, como al propio Dan Brown. Esas particularidades, nunca tenidas antes en cuenta por los expertos, mostraban un Cenacolo aún más misterioso que el que ellos habían interpretador.

   La primera sorpresa, por ejemplo, saltó con la mano “fuera de lugar” de Pedro. La restauración de la doctora Brambilla desveló el misterio de Picknett y Prince al aclarar esa zona de sombras y mostrar que, contra sus suposiciones, la mano con el cuchillo no pertenecía a un decimocuarto apóstol, sino indudablemente a San Pedro. Los bocetos de ese brazo, trazados por Leonardo y conservados en el castillo de Windsor, así lo demuestran.

   Como también las copias más antiguas de La Última Cena: la de Tommaso Aleni de 1508, conservada en Cremona, o la de Antonio da Gessate de 1506, que sobrevivió hasta los bombardeos de Milán de 1943. Ahora bien, ¿qué quiso representar Leonardo con esa escena? ¿Por qué Pedro oculta a su espalda una daga, lanzándose amenazador sobre el cuello de Juan? ¿Cuál era el significado profundo de esa escena?

   Es probable que Leonardo superara la censura de los dominicos, argumentando que la daga anunciaba el arrebato que Pedro tendría en el monte de los Olivos, durante el prendimiento de Jesús que siguió a la cena. Sin embargo, desde una perspectiva teológica ese argumento resulta pobre. Leonardo, sospechoso de herejía en su época, que “llegó a tener –según escribió en 1550 Giorgio Vasariunas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima el ser filósofo que cristiano”, bien pudo haber querido reflejar algo más. En concreto, la lucha que en sus días se libraba entre los seguidores de Pedro (la Iglesia material, de Roma) y los de Juan (la Iglesia del espíritu, libre, que llevaban siglos predicando herejías como la cátara).

 

   Leonardo, seguidor de Juan

   Ciertos aspectos de la carrera de Leonardo hacen presumir que el artista estaba profundamente alineado con esa, llamémosla así, Iglesia de Juan. El indicio más elocuente se dio a conocer en 1483, cuando entregó a los franciscanos de Milán una tabla para su altar mayor que no se ajustaba en nada a lo que le habían encargado. En lugar de una escena que ensalzara la inmaculada concepción de la Virgen, Leonardo les presentó a María, el arcángel Uriel, Jesús y San Juan niños, reunidos en una cueva durante su huida a Egipto. La imagen, que no tiene relación alguna con los Evangelios canónicos, hizo que Leonardo y los franciscanos litigaran durante años, y terminó obligando al artista a reelaborar su obra con algunos elementos nuevos. Hoy son ésas las dos versiones de La Virgen de las Rocas que se conservan en el Louvre y la National Gallery respectivamente.

    Pues bien, Leonardo fue acusado de inspirarse para su obra en el libro de un fraile hereje, Amadeo de Portugal, que en sus escritos describía a la Virgen no como madre de Cristo, sino como símbolo de la sabiduría. En su Apocalipsis Nova se elogia también la iglesia “del espíritu” de Juan, y se repudia la materialista de Pedro. Aquéllos eran los tiempos en los que el dominico Savonarola predicaba desde Florencia contra el papa Alejandro VI y acusaba al Vaticano de regodearse en sus riquezas. Quizá Leonardo formó parte de ese grupo de intelectuales que criticaba la institución de Pedro y por eso, en la primera versión de La Virgen de las Rocas, pintó a María sin halo de santidad, y a Uriel señalando a Juan con el dedo, marcando así quién de los dos niños era el realmente importante.

 

   ¿Dónde está el halo?

   ¡El halo! Elemento clave.
    Su ausencia no sólo se deja notar en la primera versión de La Virgen de las Rocas, sino también en La Última Cena. La restauración de la doctora Brambilla no halló restos de él por ninguna parte. Gracias a ella sabemos que ninguna de las trece figuras del mural lo lució jamás. Leonardo, contraviniendo todas las normas de la época, no pintó un grupo de santos... sino una reunión de hombres de carne y hueso. Y tan obvia observación, también pasó desapercibida a Picknett y Prince.

   Hay más: Dan Brown desestimó para su novela un elemento fundamental del Cenacolo. Leonardo da Vinci se autorretrató entre los discípulos. En efecto: se trata del segundo personaje empezando a contar por la derecha. De largas melenas y barbas blancas, encarna a Judas Tadeo y cruza sus brazos en aspa mientras conversa con el apóstol Simón. Pero lo realmente peculiar de ese retrato es que Da Vinci se incluye en la escena ¡dándole la espalda a Jesús! ¿Cómo debe entenderse ese nuevo símbolo? ¿Por qué el maestro pintor se alinea tan claramente en contra de la ortodoxia de su tiempo? ¿Y quiénes son, en realidad, los dos personajes que le rodean y que también dan la espalda a Cristo?

   Escribí La cena secreta en parte para dar respuesta a esos interrogantes. Sin embargo, la investigación histórica en la que me sumergí antes de redactar esa novela, terminó conduciéndome a conclusiones que no esperaba.

   Que Leonardo diseñó el Cenacolo contra lo religiosamente correcto en su época no sólo lo reflejaban la ausencia de cabezas nimbadas, el arma en manos de Pedro, y su propia actitud en la escena. También había que fijarse en otros detalles. Por ejemplo, en la comida. En la mesa de La Última Cena, Jesús no instaura la eucaristía, como era tradicional hasta ese momento. No hay ni rastro del Grial, ni de la hostia o el pan que repartirá. Según explicó Leonardo a los dominicos de Santa Maria, la acción de su mural remitía al capítulo 13 del evangelio de Juan, cuando Jesús anuncia que “en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará”. Esto se hace en medio del convite de la Pascua judía en el que la tradición obligaba a servir cordero en el banquete. Pues bien, la restauración de la doctora Brambilla descubrió que no era cordero lo que habían cenado esa noche los Doce, sino pescado, naranjas y un poco de vino. ¿Pescado? ¿Acaso quería remitirnos Leonardo al más antiguo símbolo cristiano que se conoce, ya en desuso en el siglo XV? ¿Y por qué?

 

Leonardo Da Vinci   Leonardo, el misterioso

    Tuve que buscar la respuesta a esos interrogantes en una dirección jamás propuesta por los historiadores del arte.

    Da Vinci fue un personaje que jamás pasó desapercibido. Alto, fuerte, de largas cabelleras y complexión de gigante, siempre vestía de blanco y tenía unos hábitos bien extraños para su época. Nunca se le conoció pareja –ni masculina, ni femenina–, y tampoco se le vio comer carne. Sus manías como pintor eran no menos excéntricas: pese a que, con frecuencia, sus mejores mecenas eran religiosos, jamás pintó una crucifixión. Era como si abominara la cruz como símbolo religioso.

    Lo cierto es que todas esas peculiaridades son difíciles de encontrar juntas en un solo individuo... salvo que fuera un cátaro. En efecto. Los bonhommes u hombres puros que los dominicos persiguieron con saña en el Languedoc, fueron supuestamente exterminados en Montségur en 1244. Sin embargo, hoy los historiadores admiten que numerosas familias cátaras fueron a refugiarse a la Lombardía, cerca de Milán, donde sus cultos sobrevivieron en paz hasta el siglo XV. ¿Fue ahí donde Leonardo trabó contacto con ellos? Sólo eso explicaría satisfactoriamente algunas de las veleidades artísticas del toscano: los cátaros creían que Jesús fue, ante todo, un hombre. Y como tal, lo retrató Leonardo en el Cenacolo. Abominaban del sexo, considerando todo lo relacionado con el cuerpo como algo satánico. Su dieta, vegetariana, excluía cuanto procediera del coito. Curiosamente, sólo salvaban el pescado: creían que los peces estaban exentos de la actividad sexual y permitían su ingesta. Y por si estas pistas fueran pocas, los cátaros sólo admitían un sacramento: el consolamentum. Llamaban así a una ceremonia en la que el aspirante a hombre puro se sometía a una suerte de imposición de manos del perfecto o guía de su comunidad. ¿Y no es eso, una imposición de manos, lo que en realidad parece estar haciendo Jesús en La Última Cena de Leonardo?

   Cuando conseguí el permiso necesario en Milán para visitar el Cenacolo, lo comprendí todo. Su diseño está a una altura suficiente con respecto al suelo, como para permitir a una persona colocarse bajo la efigie del Mesías y recibir su “consuelo”. Nada de eucaristía. Para los cátaros, lo que aquella noche instauró Jesús fue un sacramento mucho más fuerte y revolucionario. Su secreto había sido guardado en el único lugar donde nadie lo buscaría: a la vista de todo el mundo. Fue –no lo dudo ya– el acertijo más ingenioso que jamás pergeñó el genio de Leonardo.